Mi historia de amor/temor con los zombies (o zombis, esa diferencia me causa conflictos existenciales) comenzó en los primeros años de mi vida, cuando vi por primera vez “La noche de los muertos vivientes”, de George A. Romero. Recuerdo que estaba medio acostado, cubierto hasta los ojos con las cobijas de cuadritos de mi abuela, viendo como los monstruos de serie B perseguÃan a los indefensos sobrevivientes.
Conforme fui madurando (creo que lo hice), le perdà el miedo a las pelÃculas y libros de terror, tanto que buscaba la pelÃcula más horripilante jamás filmada… pero tras veintitantos años de vivir bajo nuestra realidad, me di cuenta de que difÃcilmente otra cosa se le pueda igualar.
He leido mucho y he escrito poco, pero si de algo siempre he querido hacer literatura, es de zombies. Los monstruos, en este caso los muertos vivientes, no son escapes de la realidad, son alegorÃas de la misma. Nunca desprecien la literatura de terror nada más porque salen monstruos, fantasmas o asesinos seriales, analÃcenla como lo que es: un reflejo de lo cotidiano, con deformaciones pero sin mentiras (por lo menos la buena literatura de terror se refiere).
Los dejo con 11 millas náuticas hasta la costa.
http://www.ecologia.unam.mx/isla_isabel/isal.html
La velocidad no era una de las virtudes de esa lancha. No me era posible decir a cuantos kilómetros por hora nos movÃamos sobre el agua. -en el agua la velocidad se mide en nudos y tampoco sabÃa a cuantos de estos por hora nos desplazábamos- No parecÃan ser muchos. Por otro lado, uno de los objetivos que habÃamos venido a buscar no se estaba cumpliendo: la observación de ballenas. PodrÃa jurar que hacÃa media hora vi una aleta alzarse en el aire, pero podÃa ser cualquier otra cosa. All clima estaba espléndido. El guÃa y conductor de la lancha nos aseguró que en menos de una hora verÃamos la isla donde nos hospedarÃamos por tres dÃas.
El único responsable de este inusual viaje de vacaciones era yo. Conocà Isla Isabel en condiciones totalmente ajenas a una simple temporada de ocio: hacÃa un par de años desembarqué en ese pedazo de tierra enclavado en el Océano PacÃfico con el objetivo de colaborar con un proyecto biológico que estudiaba las extrañas conductas sexuales de las aves locales. No sé si hice bien mi trabajo pero en lo que a mà respecta, el viaje fue todo un éxito: tomé el sol, trabajé, pesqué y escribà mucho en mi libreta de campo (casi nunca nada relacionado con el trabajo). Conocà algunas chicas guapas y seguà siendo un neófito en la cocina. Me prometà que a toda costa volverÃa a ese lugar; ya no de trabajador, sino solo de turista.
Cinco años después eso mismo era lo que hacÃa, acompañado de tres amigos de toda la vida, habiéndolos encandilado con las sabidas bellezas cientÃficas y humanas encontrables ahÃ. Para que el viaje le costeara a la empresa viajera nos fusionaron con otros fugitivos de la civilización. En total sumábamos unas diez personas que viajábamos cómodamente en ese bote pintado de blanco. HabÃa una familia estándar: papá, mamá, hijo e hija; una pareja hippie fresa alternativa y el guÃa. Me habrÃa gustado traer a mi novia al paseo pero su familia no la dejó, y eso que ya casi vivimos juntos. Como acto reflejo saqué mi teléfono celular de la bolsa de plástico especial donde lo llevaba para buscar recepción y mandarle un mensaje a Sonia, la susodicha. Obviamente, a veinte kilómetros de cualquier parte, rodeado de agua, no iba a tener señal. TendrÃa que esperar a llegar a la isla. Miré hacia mis compañeros de viaje y noté que todos habÃan tenido la misma idea, no escribirle un mensaje a Sonia, sino buscar la señal del huidizo satélite para buscar gente en el mundo civilizado que les resuelvan algo de vital importancia: que alimenten a los peces, por ejemplo. Qué se yo.
Las altas orillas del cráter que horada el centro de Isla Isabel al fin se hicieron visibles en el horizonte, al principio como dos montañas algo estrechas de color gris tenue que contrastaron bastante con el azul lÃmpido del cielo. A partir de ese momento la isla afloró rapidamente sobre la lÃnea del horizonte y empezó a adquirir nuevos detalles de color: los peñascos rojizos, el verde de los árboles achaparrados; el blanco, heredado de miles de años de necesidades fisiológicas de las aves y el negro de las ocasionales rocas volcánicas que alcanzan a sobresalir por algún lado. Los elementos artificiales fueron apareciendo al ir acercándonos. Una lÃnea de casas de lámina se extendÃa a todo lo largo de la bahÃa, de unos trescientos metros de largo. Se veÃa movimiento de personas y mucho equipo de naturaleza indeterminada desperdigado frente a las habitaciones. La voz del guÃa se alzó sobre el repiqueteante sonido del motor fuera de borda.
—¿Ven esas casuchas en la BahÃa Tiburoneros? Es la aldea de pescadores con registro, pueden acampar aquà durante algunas temporadas al año. Recibe ese nombre porque en el pasado el pescador venÃa aquà por los tiburones. Cuando se los acabaron empezaron a aprovechar otros tipos de peces. Con ellos podremos comprar algo de pescado pues, imaginen, nada más fresco que recién salido del agua. En esa playa gravosa desembarcaremos. Les suplico que mientras estemos en la maniobra nadie se mueva de su lugar.
TodavÃa pasaron otros veinte minutos antes de que la panza de fibra de vidrio de la lancha raspara contra tierra. Fui el primero en bajar. Me morÃa de ganas de saludar a un pescador amigo mÃo, pero me limité a ayudar a encallar bien la embarcación y asà los otros pudieran bajar sin mojarse los zapatos innecesariamente.
Desembarazar la nave de cosas y gente nos llevó poco tiempo, ahora habÃa que trasladarlo todo desde la bahÃa al sitio de acampada, una construcción inconclusa y solo se componÃa de piso firme, pilares y techo. Son doscientos serpenteantes metros, entre la alharaca de las aves y el sol oceánico. Aunque es un tramo corto, bien cargado puede resultar agotador. Menos mal que los artefactos de cocina más pesados, como la estufa y el refrigerador (porque hay refrigerador), ya están en la isla. Cuando yo vine aquà a trabajar, todo eso, como era material inventariado de la universidad, tenÃa que viajar y ser desembalado año con año desde Nayarit. Dà gracias por cargar solo con mi maleta de campamento y algunos enseres de cocina.
La confiada hija de aquel matrimonio salido de un comercial de cereal para el desayuno me alcanzó en la ruina donde dormirÃamos. Era la muda pretensión de construir un complejo de investigación que terminarÃa siendo abandonado por los altos costos de construcción, quedando el medio edificio como albergue para turistas. Aun asÃ, de este lado de la isla están en la gloria; al norte, donde se estacionan los biólogos todos los años, la acampada es más realista.
La pequeña, que nada más cargaba un incierto animal de peluche me dijo:
—No vomité.
—Me alegro. —Respondà con sinceridad.
—Mi hermano se mareó. Les dije a mis papás que no lo trajeran, pero no quisieron dejarlo.
—No me explico por qué —Alcé una ceja, jugando a darle la razón a la niña, quién me sonrió cómplice y regresó corriendo junto a sus padres. VenÃan subiendo la pendiente con lentitud y mucho sufrimiento. Ambos ya iban presentando un visible sobrepeso. Quién les manda.
Cuando la niña se hubo alejado suficiente, Billy se me acercó y dijo con tono burlón:
—El Alejandro tiene su pegue. Lástima que le lleva como trescientos años de ventaja.
—No hay pedo, el Ministerio Público más cercano está en el continente —le secundó Ramiro.
—La Sonia debe estar sintiendo una perturbación en la Fuerza —terció Iván, haciendo un ademán Jedi con la mano derecha.
No tenÃa sentido discutir con ellos, no servirÃa en mi defensa. Les arrojé mis cosas amistosamente y busqué un sitio alto para captar señal de teléfono. El edificio aquél tenÃa partes derruidas por las que podrÃa acceder al techo. Este tenÃa una cómoda inclinación que permitÃa subir hasta la parte central donde habÃa un tragaluz sin cristal bajo el cual seguramente caÃa tanta agua como si no estuviera uno bajo techo. El rugoso impermeabilizante rojo facilitaba el ascenso. Cuando me senté al borde del tragaluz apreté un botón cualquiera para iluminar la pantalla del teléfono. HabÃa señal y escribÃ.
“Llegue a la isla mi vida el clima esta increible y no vimos ninguna ballena ¿como estas?â€
La respuesta no tardó mucho en llegar. Al parecer ese dÃa los dioses de la señal repetidora estaban contentos.
“Hola, cielo. Me alegro de que ya estés allá. Me habrÃa gustado ir contigo. Acá todo es aburrición. ¿Regresas en una semana?. Te recibiré bonito.â€
PARTE II
Cuando bajé del techo una intensa actividad reinaba sobre el liso adoquÃn de la planta baja. TenÃa tanta prisa por enviar mensajes a mi novia y familia que no reparé en que habÃa una pequeña multitud de vacacionistas, los que llegaron conmigo estaban armando las tiendas de campaña con las más variadas formas y técnicas. Los que ya estaban ahà ayudaban o se limitaban a contemplar a los recién llegados. De un rincón salÃan los espléndidos sonidos propios de una cocina en operaciones: aceite hirviendo, cuchillos picando y acaloradas voces pidiendo este u otro ingrediente. Sortee obstáculos hasta que llegué junto a mis compañeros, que armaban dos tiendas más o menos iguales casi en el centro del área.
—Amigos, deberÃamos mover las tiendas más hacia la orilla. Si se fijan, por ese tragaluz nos va a caer toda el agua del mundo si llueve.
Mis tres amigos voltearon con gesto incrédulo hacia arriba y casi al unÃsono emitieron un desilusionado ¡Ah!
Afortunadamente encontramos suficiente espacio para colocar las casas juntas en una esquina del gran cuadro. Cuando terminamos de instalarnos anduvimos cada quién por su lado ayudando a los demás a terminar de poner sus tiendas. La más grande de todas las que llegué a ver pertenecÃa, por supuesto, a la familia estándar. TenÃa dos habitaciones separadas por un espacio que les iba a funcionar como sala. Se veÃa muy nueva, como si la hubieran comprado especialmente para esta ocasión, lo que era bastante probable. Nunca habÃa armado una tienda de esas caracterÃsticas pero creo que todas siguen más o menos el mismo método: inserte aquÃ, pase por allá, amarre acá. La casa era tan grande que debimos acomodarla ofreciendo uno de los costados al centro de la sala, como el radio de una gran llanta.
Cuando terminamos alguien soltó por ahà el llamado de la selva:
—¡¡¡A cenar!!!
A la mesa nos sentamos unas veinte personas. HabÃa muchos niños ya, que desobedeciendo los recelos de sus padres se habÃan sentado todos juntos y hacÃan un escándalo como solo puede hacer uno a esa edad sin sentirse culpable. Nos sirvieron quesadillas de camarón, pollo y pescado; ostras asadas, deliciosas; agua de distintos sabores y galletas como postre. Como suele suceder en esta clase de situaciones el grupo todavÃa no estaba muy integrado y habÃa manchones de charla; no asà con los niños, quedaba claro. Mis amigos y yo comimos razonablemente rápido y con gestos educados nos retiramos de la mesa para salir a caminar. Los guié más hacia el norte rumbo a una loma alta en cuya cima habÃa un faro. Si la idea era buscar señal de celular ese serÃa el lugar indicado, si no, la vista de todos modos valÃa la pena. Emprendimos la marcha manteniendo el océano a nuestra izquierda. No tardamos en dar con una pequeña playa en la que nos recomendaron no entrar descalzos, por los erizos. No Ãbamos preparados para nadar, asà que seguimos de largo.
La colina del faro además de alta era bastante empinada y nos resbalamos en varias ocasiones sin mayores consecuencias, pero al final llegamos. La parte más alta de ese promontorio está llena a rebozar de bobo café, que es una especie de pájaro relacionado con los pelÃcanos aunque mucho más pequeño. Tiene las patas de un desvahido color amarillo y palmeadas, asà que se mueven mejor en el agua que en la tierra. Por eso los llamaron pájaros bobos. El plumaje de su cuerpo es, como el nombre lo indica, de color café; su cobertura es compacta e impermeable, como si estuvieran enfundados en un traje de buceo, actividad para la cual los de su especie están maravillosamente adaptados.
La gran mayorÃa de las aves que veÃamos en ese momento ya tenÃan polluelos, eso hacÃa la marcha hacia el faro algo penosa, nos recibÃan cerca de sus nidos con picotazos en los pies, graznidos de amenaza y corretizas. El faro en sà no era la gran cosa, se componÃa de una en apariencia frágil estructura de metal dispuesta en forma de barras cruzadas. El color que tendrÃa era imposible de discernir por las capas y capas de guano que se habÃa acumulado con el paso de los años. Se podÃa decir que su color actual era blanco cagado, descripción del todo certera. En lo alto de la torre la enorme lámpara que salvaba barcos del encallamiento entrarÃa dentro de poco en funciones.
—¿Podremos subir? —preguntó Ramiro ya subiendo el pie en el primer peldaño de la gástricamente nÃvea escalera.
—SÃ, pero de uno en uno. —respondÃ.
Yo ya habÃa mandado los mensajes que hacÃan falta asà que, mientras mis amigos se turnaban para explorar el espacio al alcance de su brazo levantado, me senté en una piedra que daba hacia la cara de la colina opuesta a la que usada en el ascenso. El sol se ponÃa en el horizonte resaltando el ominoso contorno de las Islas MarÃas, a setenta kilómetros de aquÃ. Las nubes altas y distribuidas de manera magicamente regular mostraban su vientre de encendido color rojo; anaranjado en las partes más brillantes. El reflejo del sol en el mar era recto; las olas apenas lo distorsionaban. Una lancha, con su tripulación agotada que regresaba a puerto después de horas pescando, fue lo único que perturbó aquella pacÃfica imagen sin quitarle su belleza. Más lejos, por donde deberÃa hallarse lo que en ese momento era el borde de mi mundo, se alzó el lomo el lomo negro de una ballena, expulsó un chorro de aire y agua bellÃsimo pero inaudible a esta distancia y volvió a sumergirse en las profundidades.
—Al fin. ¡Por allà resopla! —dije, con una gran sonrisa, sin que me importaran las extrañadas miradas de mis amigos. Allá ellos si no entendÃan mis nostalgias melvillescas.
El tono de mensajes de mi celular me agarró por sorpresa. Apreté el botón de Leer.Lo escrito me llenó de una pesada incertidumbre. Algo doloroso después de haber contemplado la indómita belleza que me envolvÃa.
“Mi cielo. Están pasando cosas muy extrañas acá. No pensé que llegarÃa a decirte esto pero me alegro de que estés lejos. No vuelvas.â€
 Parte III
No logré que Sonia, me respondiera el teléfono; ni mensajes ni llamadas. Durante unos minutos escuché, o intenté escuchar, las apagadas conversaciones que mis amigos tenÃan con sus conocidos. Los murmullos se perdÃan entre el escándalo de la colonia de aves, el lejano tronar del oleaje y la sangre fluyendo por mis orejas al ritmo de la reciente preocupación.
Cuando los otros tres volvieron de sus respectivos aparatos tenÃan una cara de desconcierto similar a la mÃa. No hacÃa falta preguntar por qué, pero alguien lo hizo.
—¿Les llegaron las nuevas? —preguntó Iván.
—No todas. —respondà mientras embolsaba mi teléfono. — Mensajeaba con Sonia y solo alcanzó a decirme que pasaban cosas muy raras allá.
—Eso parece. —intervino Ramiro —Tengo un amigo trabajando en los Servicios Médicos de la Universidad y según él tuvieron un dÃa de locos.
—¿Te contó algo? —me interesé.
—SÃ, aunque creo que se guardó los peores detalles. Me cuenta que temprano en la mañana de hoy les llegó de emergencia un fulano que traÃa la mano amputada. ParecÃa loco, atacó a todos los que se le acercaron; mordió y arañó a unos cuantos y ahora atienden varios casos de infección severa.
—¿Infección? — cuestionó Billy.
—SÃ, al parecer el sujeto llevaba un par de dÃas atrapado en una coladera cerca de la facultad. Se imaginarán la cantidad de bichos que ese infeliz traÃa cargando. ¿A tà te contaron algo, Billy?
—No, nada. Al menos no mi familia. No he podido contactar a ninguno de ellos. —la preocupación en esa frase era más que evidente.
—Estoy seguro de que están bien. Siempre han sido gente muy precavida. Eso nos dices todo el tiempo. No tardarán en ponerse en contacto.
—SÃ. Están bien —Billy no sonaba muy convencido de sus propias palabras. —Pero otros amigos sà que me han contado cosas. El caos se desató en la ciudad de una manera y a una velocidad increible. Veintitantos millones de personas amontonadas solo necesitan un buen pretexto para volverse locas.
—De por si que nuestro pequeño terruño nunca ha sido bandera del orden —dijo Ramiro, completando —, pero esto rebasa cualquier pronóstico: barrios enteros están en llamas; las policÃas de toda clase no se dan abasto, claro, nunca se lo van a dar si la mitad del cuerpo está ocupado robar a diestra y siniestra. Algunos bieintencionados están instalando irrisorios puntos de contención sanitaria… ¿Qué pasa, Iván?
El aludido se tomó su tiempo antes de intervenir. Golpeaba suavemente su celular contra el labio inferior.
—A ustedes no les dijeron mucho por lo que veo. Mi hermano no se tomó tantas molestias en guardar algún secreto. —dijo sin mirarnos. — La cosa va más allá de lo raro, mucho más allá. El caso que mencionaste, el de la Universidad, parece haber sido el primero que salió a la luz, nada más. —Al final dirigió su vista a todos y a ninguno en particular. —Él trabaja en un servicio de entrega de despensas de supermercado a domicilio y se conoce muy bien las calles del Distrito Federal. Me ha dado pelos y señales de los efectos de esa extraña enfermedad que mata en cuestión de horas y te trae de regreso convertido en un salvaje come-hombres; esas son las palabras que usó. Obviamente, nadie parece saber dónde o cómo se originó lo que sea que esté acabando con las personas, pero como el primer caso se reportó en la Universidad ya hay unos idiotas proponiendo que todo esto se trata de un complot tramado por cientÃficos en busca de poder sobre las conciencias de todos. Irónico, pues los reanimados estos parecen carecer de conciencia.
“Mi carnal hizo algunos recorridos en su moto antes de que las calles se volvieran intransitables y vio escenas terribles: hombres comiendo hombres, padres de familia con sus hijos en brazos huyendo de hordas de infectados; algunos otros, como buenos mexicanos que eran aprovecharon el desconcierto general para saquear hasta vaciar cualquier comercio o casa en su camino. Lo último que alcanzó a decirme es que habÃa logrado refugiarse en un edificio inacabado en la colonia Roma. No sabe nada de nuestros padres y demás familia.”
—¿Y qué están haciendo las autoridades? —pregunté aún cuando adivinaba la mitad de la respuesta.
—Puras idioteces. —Ramiro tomó una piedra del suelo y la arrojó tan lejos y con tanta furia que no alcancé a ver si siquiera cayó en la costa bajo nuestros pies; yo dirÃa que no, que llegó hasta el océano. —Cerraron la Universidad, como si, para empezar, eso fuera a servir de algo. La ciudad ya está sitiada desde dentro. Dudo que cerrando los accesos logren más, digo, no creo que esos Locos, tomen solo avenidas principales. —Ramiro rió, pero su gesto carecÃa por completo de diversión.
—Ya veo por qué Sonia no me quiere de regreso. —comenté, incapaz de decir algo más inteligente.
—No solo estamos lejos del hogar ahora —reflexionaba Iván. —, estamos lejos de un hogar que a lo mejor ya ni existe a nuestro regreso.
Una quinta voz intervino a mis espaldas. Una voz cascada por el sol, la sal y el alcohol de pésima categorÃa.
—No regresarán. —dijo eso, nada más
Me di la vuelta y frente a mà estaba Poli, uno de los pescadores de la isla. Baja estatura, con la constitución que ororgaba su oficio: delgado, fibroso; piel recia como la corteza de un árbol. No era un hombre viejo, aunque lo parecÃa, solo estaba acabadÃsimo por la dura vida que llevaba. Las arrugas que poblaban su rostro eran tan profundas que la luz mortecina de la tarde no llegaba al fondo. Cuando hablaba, esas simas solo se hacÃan más notorias. TenÃa la nariz quebrada y un tanto desviada a la derecha. Nunca me dijo cómo se ganó aquella herida; puedo especular: una pelea de bar, un accidente en el mar, o una simple caÃda. La parquedad de sus palabras no me sorprendió ni me pareció sospechosa, Poli nunca fue hombre de muchas palabras. Cuando no querÃa responder algo se limitaba a soltar una risita nasal que podÃa significar cualquier cosa. En esta ocasión ni eso dejó escuchar.
Dejé las adivinanzas y le pregunté.
—¿Cómo está eso de que no vamos a regresar?
—Acabamos de hablar con capitanÃa de puerto, parece que hay mucho disturbio allá de donde vienen ustedes. Están usando todo lo que tienen: Marina, Ejército y PolicÃa. Según entendà no tienen tiempo ni prioridad de rescatar turistas en una isla. Además, dicen, parece ser el lugar más seguro en el que podemos estar.
—Pero si la Marina no nos trajo, fueron los de la cooperativa turÃstica. —recordó Billy. —Ellos pueden llevarnos de regreso.
—Para empezar no creo que quieran, y aunque quisieran, en San Blas nadie los dejará desembarcar. Si la mitad de las cosas que he visto en la tele son ciertas de verdad creo que es mejor quedarnos aquÃ.
—¿Y qué han estado pasando en la tele, Poli? —pregunté.
El viejo pescadorunicamente emitió su risa nasal, ahora carente de la habitual picardÃa. Esa clase de gestos se estaban volviendo la moda isleña
Parte IV y última.
Han pasado varios dÃas desde la última comunicación con el mundo exterior. Desde aquél triste mensaje que recibà en un atardecer no volvà a saber nada ni de Sonia ni de ningún miembro de mi familia. Si mal no recuerdo fue Iván el último en recibir noticias de su gente. Ese hermano suyo tan listo habÃa logrado hacerse un refugio aceptable en el ruinoso edificio donde se escondió por primera vez, pero la electricidad en toda la ciudad estaba caÃda y cuando se agotara la baterÃa de su teléfono le serÃa imposible pasar más noticias. Si encontraba alguna forma de mantener en funcionamiento esa pila serÃamos los primeros en enterarnos. Es el dÃa en que no hemos vuelto a saber nada de él. Ya ni quiero hacer cuentas.
En la isla tenemos un sistema de celdas solares que nos alumbra de noche y mantiene vivas las bateriás, el problema es que ante las malas noticias del mundo exterior no hay quién se anime a mantener un radio encendido.
La supervivencia los primeros dÃas fue bastante complicada, y algunos fenómenos naturales recientes nos hicieron pasar momentos muy difÃciles. Apenas ayer amainó una de las tormentas más severas que hayan golpeado Isla Isabel en los últimos años. De no haber sido por ese techo más o menos estable no sé qué habrÃa sido de nosotros. Durante al menos tres dÃas el cielo se caÃa a pedazos, hubo truenos y vientos fuertÃsimos que derribaron muchos árboles y mataron a decenas o centenas de aves. De no ser por los relojes de cada quién habrÃa sido imposible saber la hora del dÃa pues el cielo estaba tan encapotado que la luz del sol no lograba traspasar hasta nosotros. Vivimos una espantosa noche de setenta y dos horas. Supusimos que un huracán de gran magnitud habÃa pasado cerca de nosotros; que nuestro hogar forzado quedó en el camino de al menos uno de los brazos de la gran tormenta. Nadie habÃa dado la alarma desde tierra firme porque seguramente ya no habÃa nadie allá capaz de hacerlo. Si ese monstruo de viento y agua llegó al continente debió haber causado una destrucción sin precedentes.
Antes y de la tormenta tuvimos serÃas diferencias internas en cuanto a lo que convendrÃa hacer en nuestro napoleónico encierro, aún ahora discutimos acaloradamente sobre ciertos aspectos. La mayorÃa de esas dificultades hemos podido resolverlas pacÃficamente, por suerte. TenÃamos la fortuna de contar con la experiencia práctica de algunos pescadores; nos enseñaron el modo de conseguir alimentos del mar y la preparación de cada cosa. Resultó que el padre de la familia estándar era técnico en electrónica y se encargó de mantener en un estado respetable las radios de onda corta, celulares y otros artefactos que conforme pasa el tiempo se van volviendo más y más obsoletos. Los hippie fresas alternativos no eran muy útiles en cuestiones técnicas, pero sabÃan mantener a los niños entretenidos y hasta les armaron una pequeña escuela. No he presenciado sus clases pero hace poco los vi preparando un pequeño terreno para cultivo. La importación de semillas a la isla con finalidad de cultivarlas estaba prohibida por su estatus especial de reserva; dadas las circunstancias no nos pareció que alguien fuera a castigarnos por intentar salvar nuestras vidas. Las simientes de la escasa variedad de frutas y verduras con la que contamos salieron, es evidente, de la comida fresca que sobrevivió a los dÃas de normalidad y a los otros.
La tarea de mi grupo de amigos, biólogos todos, se ha enfocado más en preparar a nuestra pequeña comunidad para vivir mucho tiempo en este lugar. Hallar el modo de procurarnos recursos para años venideros. Muchas de las cosas que planeamos van a transformar y perjudicar esta área protegida, pero tenemos prioridades. Lo primero que hicimos fue construir con alambres desechados de motores inservibles una alambrada para un criadero de iguanas. Aún no sé si dará resultados; sà sé que ya tenemos una buena cantidad de reptiles, hembras y machos, encerrados. Esperamos empiecen a reproducirse dentro de poco. PodrÃamos dejar que las cosas sucedieran de manera natural, la gran desventaja de ese plan es que a veces lo natural lleva demasiado tiempo.
El refrigerador consume demasiada energÃa asà que hemos decidido dejar de usarlo. Los alimentos deben ser conservados con la sal que extraigamos del mar, para lo que improvisamos una desalinizadora en una de las ruinosas estructuras aledañas a nuestro campamento. Todos los dÃas acarreamos agua desde la playa hasta allá para que el sol la evapore. Generalmente al final del dÃa ya tenemos algo de sal para usar. No conocemos métodos tradicionales para refinarla asà que la consumimos como sale.
El agua dulce es un gran problema; en esta isla solo hay una fuente natural de la que podamos extraerla y no queremos agotarla, asà que actividades suntuarias como los baños con agua potable están estrictamente prohibidos. La higiene personal por poco efectiva que pueda ser debe realizarse en el mar. La gran tormenta de hace unos dÃas, aunque causó muchos estragos, también dejó importantes cantidades de agua que debemos proteger a toda costa de la rápida evaporación. Mucha quedó atrapada en aljibes impermeabilizados asà que basta con tenerlos siempre bien tapados para conservar el contenido limpio y fresco. Otra parte la almacenamos en garrafones de plástico y vidrio guardados en una bodega bajo llave. Las lluvias aquà no son abundantes; siendo sinceros, estoy convencido de que antes de la próxima lluvia tendremos de nuevo problemas con el agua.
Por alguna gracia desconocida muchos de nuestros proyectos sobrevivieron a la tormenta y no hubo que empezar de cero otra vez. SÃ efectuamos reparaciones en la cerca de las iguanas pero afortunadamente ninguna habÃa escapado.
El cerro del faro se convirtió en nuestro puesto de observación. HabÃamos asumido lo vano de los esfuerzos en la vigilancia pero los momentos de soledad en la guardia nos servÃan para desahogar las presiones a las que nos veÃamos sometidos: la convivencia obligada con las mismas personas todo el dÃa todos los dÃas era el más importante de todos. No saben lo difÃcil que se vuelve sacar temas de conversación nuevos en un grupo reducido habiendo vivido todos las mismas aventuras. He empezado a inventarme sucesos y estoy seguro de que los demás han hecho lo propio.
Hace tres dÃas dejó de llover y apenas hoy el cielo se ha despejado. El tiempo cambia asombrosamente rápido y aun cuando ayer una gruesa capa de nubes nos aislaba totalmente de los benéficos y ansiados rayos del sol, hoy tenemos un cielo azul esplendoroso. Si algo nos quitó la tormenta fue la ventajosa altura de esa endeble estructura de metal que de manera pretenciosa hacÃamos pasar por un faro. Menos mal que tuvimos la gran idea de remover el sistema fotovoltaico que suministraba energÃa al enorme foco para otros usos más importantes. Ya no esperábamos buques de rescate buscándonos. Voy a mi roca favorita, que da hacia el este, a tierra y me siento. Antes tuve que quitar con un amable empujón de bota a cierto bobo café que competÃa conmigo por la posesión de esa piedra.
Como en cualquier otro dÃa claro, las montañas de Nayarit son perfectamente visibles desde la isla, a once millas náuticas de distancia. Ni siquiera en los buenos tiempos la acción humana sobre la tierra era visible desde aquÃ; solo de noche las luces de las ciudades y puertos se reflejaban en las nubes y denotaban su presencia. Ahora las estrellas dominaban el firmamento nocturno apreciable, tal y como habÃa sido durante millones de años. Cuando me detenÃa a apreciar este paisaje no podÃa evitar pensar que era el último hombre sobre la tierra. En estos momentos puede que no sea el último, pero me acerco bastante.
Algo que flota en el agua al noreste de mi posición, a la izquierda, llama mà atención. Parece una multitud de objetos flotantes que lograron mantenerse ocultos de mi vista por la distancia, el reflejo del sol en las olas y por el simple hecho de no haber estado mirando en esa dirección. Pienso que han de ser escombros traidos desde la costa por las corrientes. Debo dar aviso a los otros sobrevivientes pues es probable que entre toda esa basura traida por las corrientes haya algo que nos sirva: necesitamos cocos para tener una fuente renovable de protector solar, vaya que la necesitamos. Me dispongo a dar de gritos (en esta silenciosa isla puede escucharse una voz fuerte a varios cientos de metros de distancia) cuando me doy cuenta de lo que realmente conforma esa masa de desperdicios… ¡son Locos! ¡Muertos vivientes! Infectados que de algún modo misterioso cayeron al océano; arrastrados por el oleaje de la tormenta en el continente, o arrancados de la cubierta de algún infortunado barco en medio del infierno marino. ¡Han venido a dar a este paraÃso gracias a las negras artes de la Fortuna!. Veo formas tambaleantes que han llegado a la costa. Veo seres terribles que andan sin rumbo en nuestro bosque, se tropiezan, caen y se levantan… ¡¡Oh, Dios mÃo!! ¡¡LOS VEO!!
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