El muñeco llevaba un trajecito como de tirolés: un overol de terciopelo verde y camisita amarilla y su cabecita estaba tocada con un sombrerito de fieltro negro. El muñeco fue bautizado como Golemón. Me pareció una mezcla divertida del Golem y esos monos de Pokemón. Lo coloqué en una mesita en la sala, en un lugar muy visible, querÃa que todos lo vieran y admiraran su esplendor.
Todas las tardes, volviendo del trabajo, practicaba el ventrilocuismo con Golemón. Ensayé noches enteras, emocionado, sediento de elocuencia y verdad.
Fueron transcurriendo los dÃas y mis progresos eran loables. Fui convenciéndome de que cuando dominara el arte del ventrÃlocuo, serÃa la mejor persona del mundo. Ensayé discursos y gestos, distribuà con minuciosidad las partes que me corresponderÃa enunciar a mà y las que le tocarÃan a Golemón. Cuando no lo tenÃa sobre mi pierna hablaba con él, le contaba cosas, lo instruÃa para que fuera bueno. Un dÃa, con sinceridad, le dije “eres el mejor amigo que he tenido†y lo abracé.
Determiné que al término de un mes estarÃa listo para expresarme a través de Golemón.
Los pequeños detalles extraños que tuvo ese mes, cuando no los ignoraba, los atribuÃa a un probable sonambulismo. En ocasiones sentÃ, en duermevela o en la profundidad del sueño, que alguien me tocaba suavemente la cabeza o los pies, o me destapaba. Algunas cosas por las mañanas estaban en sitios donde yo no recordaba haberlas dejado. Felizmente, reconvenÃa a Golemón:
-Ah diablillo –le decÃa sonriendo-, has estado inquieto en la noche.
Y Golemón, inmóvil en su mesita, con la sonrisa apacible y sus zapatos de piel.
No les daba importancia a esas cosas, era feliz en compañÃa de Golemón, aunque debo reconocer que hubo un par de incidentes que sà me parecieron sospechosos. El primero fue aproximadamente a los 15 dÃas de la llegada del muñeco. Entré al baño a darme una larga ducha y a los pocos minutos, el agua estaba frÃa. Interrumpà mis abluciones y fui a inspeccionar el calentador. Estaba apagado. Cosa rara, no habÃa corrientes de aire por ahÃ. Revisé el tanque de gas, habÃa suficiente. Me dejó un par de dÃas extrañado y al fin lo olvidé, no se volvió a repetir en aquel mes. El segundo incidente fue más extraño. Un dÃa, regresando del trabajo, entré a la casa y noté que Golemón estaba en su sitio habitual, con su expresión habitual, pero desnudo. Tras unos minutos de extrañeza, atribuà aquel hecho a Tere, la sirvienta que iba una vez por semana. Seguramente habÃa sacudido al muñeco y le habÃa parecido que su ropa estaba sucia y se la habÃa llevado a lavar. Con el espÃritu tranquilo, entre práctica y dicha, transcurrió el mes.
David Mandujano.
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