La tarde que iba a morir, Golemón no habÃa bebido. Su cuerpo habÃa empezado a desgastarse tiempo atrás, su barniz ya no brillaba, se descascaraba y habÃa que barrer pedacitos de piel de Golemón. Él solito lo hacÃa. HabÃa cortado una escoba para que fuera más fácil y cada mañana barrÃa con cuidado los restos de su cuerpo. Ese dÃa no barrió. Cuando entré en la casa a eso de las 7 pm, Golemón estaba llorando, sin rabia, tan sólo con la amargura y la impotencia de sentirse absolutamente desarmado y vulnerable. En el centro de la sala estaba un oso de peluche gigante, el que habÃa sido mi compañero de cuarto en mi infancia. El oso tenÃa la mirada idiota y feliz. Alma estaba acurrucada con mirada desafiante sobre la panza del oso. Golemón la miraba con ojos de corderillo. Oà hablar a Alma por primera vez:
-Prefiero a este maldito oso estúpido que volver a tocarte a ti, asqueroso perro de la desdicha –Alma brillaba fulgurante. –Ese viaje en la cajuela del auto del imbécil ese ha sido la peor experiencia de mi corta vida. Eres un perro faldero, una sucia madeja de hilo, un diente de leche, una execración de este sucio universo de mierda. Te aborrezco, pero únicamente porque sólo una palabra tan fea puede describir lo que siento por ti.
Golemón la miraba fijamente tratando de entender de dónde salÃa tanta maldad.
-Alma, –susurró Golemón, apenas con la potencia suficiente para que Alma y yo lo oyéramos -eres una mujer sin alma
Traté de hacer algo al respecto, cualquier cosa, aunque la verdad no tenÃa idea alguna de qué hacer. Hice un amague de ponerme en movimiento.
-Tú te quedas ahÃ, pinche jodido –rugió la boquita hermosa de Alma.
Hice lo que me dijo. Golemón se puso lentamente de pie.
-Voy a matarme. Quiero que sepas que no lo hago por ti, y que no me interesa el efecto que mi muerte pueda tener en tu maligno espÃritu. Muero porque no quiero seguir en este mundo donde aparentemente la violencia tiene que existir y manifestarse diariamente sobre nosotros. La rabia era mi razón de ser y ahora ha desaparecido, y más que dolor queda el vacÃo. Quise llenarlo de belleza, como quien llena un vaso de vino delicioso, pero fracasé. Tú me aborreces pero yo no. En el momento en que decido morir sólo tengo gratitud hacia el señor MartÃnez y hacia mi creador. No te desprecio en lo más mÃnimo, me desprecio a mà por haber sido soberbio y haberme creÃdo indestructible. Si tuviera fuerzas para decirte algo personal, te dirÃa que eres una perra del mal. Pero no lo haré, no quiero y no me importa ya. Asà que por favor, pido que sea respetada la voluntad de un muñeco. No es el sufrimiento ni el dolor, es en verdad una decisión racional. Voy a morir y espero, señor MartÃnez, que me perdone por todo y que no impida mi muerte. Usted es un buen hombre y lo más humanitario es dejarme morir. Ya sabrá qué hacer con esta muñeca maravillosa y cruel.
Caminó lentamente a la cocina y no volteó más. Cerró la puerta y a través del ventanuco, Alma y yo vimos cómo abrió la puerta del horno, subió sus rodillas con dificultad hasta que pudo pararse sobre la compuerta, giró la perilla y el resplandor de la llama del horno se reflejó en él, hizo que brillara su cuerpecillo y sus ojos muy abiertos. Bajó la cabeza y brincó al interior. La puerta del horno se cerró.
De inmediato abrà la puerta de la cocina, con los ojos llenos de lágrimas. Respeté su decisión de dejarlo morir. Sentà absolutamente todo su dolor. Me senté en un banquito, metà la cabeza entre mis manos y me puse a llorar.
Por un momento me olvidé de Alma. Cuando alcé la vista, Alma se las habÃa arreglado para subirse a la estufa y estaba moviendo la perilla del horno. Pude ver que la giró de 260 a 140°.
-Golemón. Arde lentamente, amor mÃo –dijo la bestia.
David Mandujano
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