A mi carnalito.
VivÃamos en una casa vieja, de casi cien años, dirÃa yo. HabrÃa hecho felices a los escritores góticos con lo fácil que era describir su decadente apariencia. TenÃa un sótano grande, oscuro y tenebroso. Lleno de telarañas y ecos misteriosos. Yo procuraba mantenerme lo más lejos posible de ese lugar, que exhalaba un contÃnuo y terrible miasma fantasmal. Las paredes de casi todo el edificio estaban descarapeladas y en múltiples puntos exponÃan el gris material del que estaban construidas. Miles de grietas, grandes y aún más grandes albergaban maleza y hasta pequeños árboles cuyas raÃces horadaban poco a poco el cemento. Algún dÃa ese descuido terminarÃa por derrumbar el edificio, liberando a los terribles moradores de los cimientos.
Cuando era niño me fascinaban las pelÃculas de terror. Zombies, fantasmas y monstruos de todas clases me causaban irresistible fascinación al mismo tiempo que un miedo paralizante. De noche, cuando el sol abandonaba, las tareas más simples: ir al baño, tomar agua en la cocina o aplacar un apetito repentino, se transformaban en auténticas odiseas. Avanzaba por la casa encendiendo todas las luces en mi camino, efÃmeros puentes de luz porque, de regreso, debÃa ir apagándolo todo si no querÃa despertar la ira, no de los muertos, de mi madre. Estaba seguro de que apenas bajara el interruptor de cualquier habitación, una mano velluda y pegajosa de sangre fresca me arrastrarÃa a la negrura para nunca más volver. Apagaba la luz y corrÃa; apagaba la luz y corrÃa, hasta llegar a mi cama y esconderme bajo las cobijas. Tampoco hay gran consuelo entre las mantas; si un niño indefenso es capaz de levantarlas y enrollarse en ellas cada noche, una criatura indescriptible podÃa retirarlas sin problemas.
Fueron años los que vivà con miedo de esos horrores invisibles, y una noche se volvieron fÃsicos, reales. Como era costumbre, el sueño no llegaba. Daba vueltas en mi espacio de la cama cuando un ruido bajo y espeluznante me transformó en una temerosa estatua. La puerta del enorme clóset que estaba en el cuarto, ocupado por mi hermano y yo, se abrió con lentitud, gimiendo. Aún ahora lo afirmo: esa puerta estaba viva. Tal vez los monstruos que, todo niño sabe, viven en el armario encontraban divertido atormentar mi corazón infantil; se tomaron su tiempo para salir.
El batiente de madera se detuvo cuando topó con la ropa colgada del improvisado perchero que estaba detrás. Adentro, la oscuridad se removÃa, como si algo más negro que su entorno cobrara vida. Un vástago espantoso nacido de las sombras.
Me asusté como pocas veces hasta ese momento. Abrà tanto los ojos que cuando todo terminó, los músculos que los gobiernan me dolÃan. Apreté mucho los dientes pero aún asà pude emitir un quejido bajo y agudo. Aferré el borde del edredón, con rapidez lo subà hasta casi cubrir mis ojos que no parpadeaban. TenÃa miedo de que tras bajar y subir los párpados, el monstruo del clóset apareciera con su nariz pegada a la mÃa, sonriendo antes de usar sus garras y dientes para abrir mi cuerpo y devorarlo.
Mi hermano se despertó y me preguntó qué pasaba. Yo no podÃa hablar. Su mirada siguió la mÃa y entendió. No te preocupes, me dijo. Se levantó y caminó lento pero confiado hacia el armario. Seguro se morÃa de miedo igual que yo, pero no lo demostraba, al contrario. Tomó un bate de beisbol que tenÃamos apoyado en la pared y, blandiéndolo como un profesional, se acercó al armario y encendió la luz.
Yo cerré por fin los ojos y me escondÃ. Escuché a mi hermano golpear repetidamente algo con su bate mágico “¡Toma! ¡Toma!†gritaba con fuerza. Después, un silencio horrible anunció el final de la pelea. Seguà sin querer mirar porque estaba seguro de que verÃa a mi hermano muerto, y al ser dándose un festÃn con sus restos. Tarde o temprano debÃa echar un vistazo, asà que velozmente me quité el velo de los ojos.
Creo que empecé a dejar de temer a la oscuridad cuando vi a mi hermano regresar a su lugar aquel poderoso bate que, seguro, debÃa estar cubierto de sangre de monstruo.
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