(A Raymundo Ramos)
La conoció en Catemaco: bailaba dislocada al ritmo de los tambores y cantaba los rezos de no sé que dios del rayo. SabÃa que la querÃa ya, ahà mismo, y le envidió la hechicerÃa y los poderes que el pueblo entero le achacaba.
– Vente a vivir a mi casa, negra.
Y la negra para allá fue.
Pasaron los años de baile y tambores. Aquellos rezos exóticos se transformaron en peroratas: que si el santo no se toca, que si no hay que comer calabaza, que si hoy no y mañana tampoco porque en dÃas de brujear no se puede.
La castidad tiene algo que se va acumulando en la sangre, hasta que revienta. Una noche las venas le estallaron y a oscuras le cayó encima: a besos y mordiscos querÃa tener a la negra, comerla de a poco. La furiosa exploración no tardó en dirigirse hacia el sur. En el sabor de sus muslos y en la sal de su agua estaba toda ella: la que alguna vez deseó instantáneamente. Era el paraÃso conocido y reencontrado. De pronto, un sabor desconocido: sintió entre los dientes un trozo incógnito:
– ¿Qué es esto, Negra?
– Yerba ripiá.
– ¿Para qué?
– Es que ayer me leà las cartas y sabÃa que ibas a querer mujer hoy.
– ¿Y la yerba?
– Es de un baño que me preparé para caer encinta.
Desnudo se acercó al muro y tomó un trozo de tiza, pero como no sabÃa dibujar se conformó con el abrigo y las llaves del automóvil.
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